miércoles, 20 de enero de 2010

Caricias al anochecer


Estaba sentada mirando a través de la ventana con las piernas mirando hacia el sur. Ese sur que me provocaba una enorme emoción y me atraía y lo rechazaba. Juan se había ido por la mañana. Ninguna palabra brotó de sus labios. Las sábanas estaban impregnadas de su olor y aliento de la noche anterior. La casa de mar era mi refugio. Las noches desoladas eran mi perdición. Cada forastero había dormido en mi lecho. Cada lluvia había albergado el refugio de mi fuego interior. Nunca conocí a mi padre. Mi madre me había dicho que yo era una criatura nacida del mar. Ella me encontró una mañana en la orilla del mar en una cuna cuya madera tenía adosada caracolas marinas y unas algas celestes formaban mi abrigo. Por eso llevo el nombre de Marina.
Aunque mis oídos perciben todo los sonidos de la creación mis palabras no pueden fluir. Enmudecí ó nunca pude pronunciar las palabras que fuesen testigo de lo que siento. Mi madre solía correrme por toda la playa al anochecer. Mi ritual desde pequeña era desvestirme íntegra e internarme en el mar. Desnuda. Sin otras falsas pieles sobre mi cuerpo lleno de latidos.
Cuánto más baja temperatura fuese el agua del mar, más caliente se ponía mi cuerpo. La gente del pueblo decía que yo tenía una maldición que provenía directamente del hijo del mal. Mi cuerpo era una brasa ardiente cuando mi silueta salía de entre las olas. A medida que salía del mar mi cuerpo se entibiaba lentamente. Mucho más lento que las agujas de un reloj en dar un minuto. Podría durar toda una noche en entibiarme. Cuánto más intenso el frío, más intenso el calor.
Una noche divisé una silueta caminando por la orilla. Sus pasos eran cansados e iban tambaleándose de lado a lado. El viento de frente no lo dejaba ver. Y Juan esa noche se derrumbó en la espesa niebla de la espuma de mar. Se desmayó y corrí a ver quien era. Mis ropas volaron libremente al viento enfurecido y lo tapé con mi cuerpo que ya estaba ardiendo a medida que era salpicado por el agua de mar.
Cuando vi sus labios azulados lo besé apasionadamente. Al reaccionar, se apartó de mí. Yo me retiré y cómo una pequeña fiera asustada me replegué con mi cuerpo agazapado y pronto a la lucha si ese extraño fuere mi enemigo. Luego nos miramos en silencio por un largo rato y fue entendiendo que lo salvé de morir de frío y me tendió su mano sin poder entender por qué el estaba muriendo de frío y yo estaba desnuda, tan desnuda como mi alma primitiva.
Preparé unas mantas y las acerqué al fuego de la chimenea, lo tomé de la mano, lo recosté sobre mi cama y le fui sacando su ropa mojada. Primero lo fue haciendo él, después se dejó ayudar. Le acerqué pan, una taza de café y carne recién cocinada y aún humeante. Él iba diciendo gracias a todo lo que yo le prodigaba. Yo le miraba a los ojos y a su boca. Cada palabra pronunciada por él parecía una palabra nueva en este mundo. La vibración de su voz fue la vibración que retumbaba en todo mi cuerpo; me llenaba de placer oirlo. Yo quería hablar pero no podía y él percibió lo que me pasaba. Me acarició las mejillas y me llevó a su pecho. Nunca nadie lo había hecho. Nunca nadie me había tratado con cariño y respeto.
Mi madre solía volver borracha de trabajar. Justamente era mesera en una taberna del pueblo.
Mis compañeros de escuela solían arrojarme piedras cuando iba de regreso a mi casa para que me internara en el mar y saliera desnuda. Las mujeres de la ciudad solían señalarme como a una mujer sin pudor y como la hija del diablo. La tentación de los hombres y su locura. Como una sirena que atrapa hombres con sus cánticos. Los hombres, con sus bajos instintos, alojaban toda suerte de acechanzas y malas intenciones.
Una noche que salí a tomar aire fresco mientras mi madre dormía profundamente después de una de sus borracheras más prolongadas, oí pasos muy cercanos a la casa. Esto llamó mi atención pues no éramos visitadas por nadie. A los dos segundos fui raptada por cuatro pescadores y empezaron a abusar de mí. Me acostaron de espaldas sobre la arena fría en la inmensidad de una noche oscura y sin luna y me desnudaron por completo. No podía pronunciar ningún grito pero podía advertir que las olas eran cada vez más grandes y enfurecidas, rugiendo embravecidas. De repente las aguas llegaron hasta mí y me envolvieron. Me volví fuego para aquellos hombres, comencé a revolcarme y a producir una especie de remolino con las aguas tragando a aquellas cuatro almas. El mar me defendió como a una hija propia. Al día siguiente todo era comentario en aquella pequeña ciudad. La barca de los cuatro pescadores apareció destruída contra una roca. Aunque casi toda la gente creyó que una repentina tormenta los azotó, los pescadores jamás llegaron a decir la verdad que castigó a sus pobres vidas.
Juan estaba sentado sobre la cama con las piernas entrecruzadas y las mantas sobre sus espaldas. Comía apresurado del plato aunque no terminó la ración. La taza de café estaba a un costado, sobre una silla, pero ya no humeaba. Sólo me miró, apartó las mantas y comenzó a besarme. Después me apartó y se disculpó; tomé sus manos y las apoyé en mis senos y lo besé apasionadamente.
Nunca jamás podré describir todo todo lo que sentí en esa noche. Juan se quedó ese día, otro día, y otro día más y ... solíamos bañarnos desnudos todas las noches en el mar y yo ya no lo quemaba con mi piel febril.
Una mañana encontré algo en la playa. Era una caracola gigante y negra, negra azabache para ser más precisa y no podía salir de mi asombro y él también. En mi pueblo decimos que cuando una caracola aparece frente a la puerta de una casa es hora de partir. Juan no dio cabida a aquella leyenda. Esa noche nos amamos más que nunca. No dejamos ni un sólo minuto sin movimientos ondulatorios sobre las sábanas veraniegas. Cuando ya estábamos yaciendo abrazados busqué pronunciar su nombre :¡"Juan" ! lo dije bajito y sonó con tono suave y dulce. "Juan", "Juan", volví a pronunciar. Y Juan no despertó. Estaba tieso, frío, desnudo, corrí al mar y dejé que el agua me tocase para así darle mi calor. Cuando regresé Juan ya no estaba.
Se que albergo en mi útero el fruto de aquel Amor. Lo voy a llamar como él....

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